De tanto en tanto, se te graba una frase o una idea en la mente que resulta ser determinante. En cuanto a la disciplina homilética de estructurar un bosquejo, para mí ha habido dos de particular importancia. La primera me abrió un nuevo horizonte, la segunda lo pintó de colores.
El momento en el que me llegó la primera idea no fue nada especial. De hecho, ahora mismo ni me acuerdo si fue en la clase de homilética o leyendo el libro de texto para la clase de homilética. No importa. Total, la clase y el libro transmitían la misma idea: el bosquejo del sermón no tiene por qué tener la misma estructura que el pasaje.
El sermón puede tener su propia estructura
Conociendo los valores con los que trabajamos en exegetica.net puede parecer extraño decir eso aquí. Con tanto énfasis en la fidelidad al texto original y una interpretación que se ciñe a ese mensaje, ¿vamos a argumentar ahora que no hace falta mantener la misma estructura del mensaje original para su presentación? Pues así es.
Siempre me ha ayudado tener clara la diferencia entre el contenido y su presentación. Un ejemplo bastante conocido. Mucha poesía hebrea trabajaba con una estructura «quiástica»; es decir, tipo ABCCBA. Era una forma que los antiguos tenían para poner énfasis especial en el centro del argumento. Hoy en día, no nos valemos tanto de una estructura de este tipo. Sin embargo, dado que lo hicieron ellos, ¿estaríamos nosotros obligados a hacer lo mismo? No lo creo.
El asunto gira en torno a un doble enfoque que se ve reflejado en la siguiente pregunta: ¿Cómo puedo transmitir mejor la idea del original a este grupo de personas? En el fondo, se supone que es la misma cuestión que animaría al autor de cara a sus lectores originales. Se preguntaría: «¿Cuál es la mejor manera de comunicar el mensaje de Dios a los creyentes de Colosas o Galacia o Tesalónica?» ¿Hablaría Pablo como un «loco» a todas sus iglesias, o habría algo en la situación de la iglesia en Corinto en el momento de la redacción de esa segunda epístola que le llevaría a esa forma de expresarse? (véase 2 Corintios 11)
Entonces, si la estructura del bosquejo no tiene por qué ser exactamente igual a la del pasaje que pretende exponer, ¿qué estructura le ponemos? La respuesta es sencilla y complicada a la vez: le ponemos la estructura que haga llegar mejor el mensaje.
Haddon W. Robinson lo explica de esta manera, “Para probar una forma de exponer sermones se deberían hacer al menos dos preguntas: (1) ¿Comunica lo que el pasaje enseña? (2) ¿Cumplirá mi propósito con la audiencia? Si comunica el mensaje, úsela por todos los medios; si es un obstáculo, diseñe una forma más acorde con la idea y el propósito de la Escritura.” (La predicación bíblica, p. 128). Esto, según la idea principal del pasaje, con sus énfasis particulares, y la gente que tendremos delante, dará lugar a estructuras algo diferentes cada domingo.
A pesar de ello, en mi experiencia, la segunda idea determinante (en cuanto a cómo formulo mis bosquejos) casi siempre tiene cabida en algún nivel como una «super-estructura» para la estructura final que le doy a un sermón. Hay que redactar el bosquejo final del sermón más como un guionista que como un filósofo.
Pensar en clave guionista
Esta segunda idea, me vino de un pequeño libro de apenas 100 páginas (¡incluidas las notas finales!) que pusieron en mis manos en aquella clase de homilética. El libro es de Eugene L. Lowry y se titula, en English, The Homiletical Plot, y en cristiano, «La Trama Homilética.» Quitando algún que otro énfasis, el libro ha sido tan importante para mi pensamiento homilético, que quizás lo traduzca algún día. Hasta que eso ocurra, aquí redactaré un pequeño resumen de los motivos por los que ha merecido ser uno de mis compañeros constantes estos últimos 20 años.
Hay que redactar el bosquejo final del sermón más como un guionista que como un filósofo.
Lowry argumenta que las estructuras homiléticas con las que muchos de nosotros trabajamos dan demasiado peso a los elementos lógicos y un peso insuficiente a las dinámicas de comunicación. Él pregunta, «¿Imagina lo que hubiera sido la historia del Hijo Pródigo si Jesús hubiese organizado su mensaje en base a sus ingredientes lógicos en vez de al viaje del hijo?» (p. 12).
Alguno dirá, “Sí, pero la parábola del Hijo Pródigo era una historia. Organizarla como un tratado filosófico la hubiese arruinado.” Ese es el punto.
Sin embargo, de ahí no quiero argumentar, ni mucho menos, que todo sermón se tenga que convertir en una historia. Para nada. Más bien, quiero argumentar que para que un sermón capte y mantenga la atención del oyente debe tener los componentes que hacen que una historia funcione. A saber, un asunto a resolver y un desenlace que no llega hasta el final. Es justo en eso en lo que Lowry me ha sido de tanta ayuda. Él habla de crear “tensión homilética,” y mantener esa tensión homilética hasta el final del sermón. Comenta: “Desafortunadamente, nos han enseñado a comenzar nuestras predicaciones delatando la trama…” (34). Que el predicador tenga sumamente claro su idea principal ¡no significa que la tenga que decir en la introducción!
Lo bueno del libro de Lowry es que además de señalar la importancia de pensar en clave guionista, ofrece una estructura clara que le facilita al predicador el proceso de desarrollar un bosquejo que consiga mantener el interés del oyente. Habla de cinco fases. Ahora mismo sólo las mencionaremos. En un futuro próximo dedicaremos artículos completos a cada una de estas fases.
Que el predicador tenga sumamente claro su idea principal ¡no significa que la tenga que decir en la introducción!
Las cinco fases de una trama homilética
- Fase 1: Desequilibrar – Hay que captar la atención del oyente. Esto lo sabe y lo comenta todo el mundo. Es lo que se comenta cada vez que se habla de una introducción, y generalmente se dice también que dispones de 30 segundos para conseguirlo. Sin embargo, muchos desperdiciamos estos 30 segundos con anuncios o reportajes sobre algún viaje o ministerio realizado durante la semana. No pensamos primero en la necesidad acuciante de despertar la inquietud de la persona que está sentada en el banco para que la Palabra Divina tenga la oportunidad de hablarle de un asunto de vital importancia en su vida. Y desgraciadamente, son demasiadas las ocasiones en que desperdiciamos esta ocasión por falta de preparación previa y ninguna otra razón. Pero el fallo más importante es el que tiene ver con el segundo aspecto.
- Fase 2: Ahondar en la discrepancia – Debemos transformar esa atención inicial en interés sostenido por la importancia del tema y por el deseo de descubrir el desenlace o la resolución del asunto. En este paso, es importante hacer un análisis esmerado del problema. Hay que evitar a toda costa un análisis superficial. Y para conseguir eso tienes que ir más allá de una descripción de los hechos, y explorar las causas. Lowry argumenta que si se analiza insuficientemente o mal la discrepancia, perdemos credibilidad ante el oyente.
- Fase 3: Destapar la clave de la resolución – Piensa en un chiste. Te hace reír porque sale algo que no te habías esperado. Es un “reverso” de lo que es normal. La clave te pilla por sorpresa. Esto es lo que debería ocurrir en la predicación. Afortunadamente, según Lowry, esto no es tan difícil si entendemos que existe una discontinuidad entre lo que generalmente se considera “verídico” y lo que es “verídico según la óptica de Dios”.
- Fase 4: Experimentar el evangelio – En este paso tienes que recetar el remedio correspondiente para el descubrimiento que destapaste en el paso anterior.
- Fase 5: Anticipar las consecuencias – Haz que el oyente vea los resultados que se pueden esperar si alguien pone en práctica lo recetado en el cuarto paso. En esto, las historias verídicas de alguien que hizo lo que tú acabas de recomendar vienen muy bien. De hecho, creo que debemos convertirnos en expertos en buscar y guardar historias verídicas de personas que viven según las consecuencias del evangelio.
Visto esto, una advertencia final.
Una advertencia
Hay que tener cuidado de que estas cinco fases – por su utilidad homilética – no se conviertan en el bosquejo automático de cada semana. La fidelidad bíblica sigue obligando a que las demandas del texto estén por encima de cualquier otra consideración. Más bien, estas cinco fases deberían funcionar como una especie de “filtro” a través del cual examino la estructura que me sugiere la idea principal del pasaje y los propósitos que éste me fija.
Por consiguiente, a efectos prácticos, la pregunta que le hago a cada bosquejo que desarrollo es: “¿Debería matizar la organización o presentación de este bosquejo de alguna manera para que refleje mejor las intenciones de estas cinco fases?” De esta manera las fases sirven al texto y apoyan su desarrollo homilético sin forzar un desarrollo que aleja a la predicación del texto que inicialmente pretendía explicar.
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